El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 266
En el nuevo internado de la
ciudad había algunos profesores seglares, Uno de ellos rozaba la demencia.
Hablaba solo, gritaba palabras extrañas, se comía las tizas o encendía los
cigarrillos al revés, A veces se le extraviaba la mirada y se quedaba inmóvil frente
a la ventana que daba al patio), mientras nosotros guardábamos un silencio
sepulcral. Luego agarraba su nuez de Adán, como si quisiera reventarla, y
explotaba en una carcajada estridente que nos hacía temblar. Cuando fumaba se
le abultaba la nuez. Chupaba los cigarros con el ansia de comer. Nos enseñaba
las historias del mundo y cada vez que nos refería algún aconteciniento se
encolerizaba exageradamente. Si hablaba de Julio César y de su guerra en las
Galias calificaba de chapuza sus ataques por sorpresa o guerras relámpago, y
nos decía que Julio César era un criminal que trataba a los nativos de las
tierras ocupadas peor que a los perros y que los exterminaba como si fueran
chinches. Y se iba poco a poco encendiendo en sus expresiones hasta perder el
control, y entonces se le abultaba la nuez y se enfrentaba al propio Julio
César, al que imaginaba allí mismo, junto a la pizarra, y lo increpaba, y le
llamaba flojo, violador, rastrero, conspirador, depravado, sanguinario y
traidor, y le decía que se alegraba de su muerte, que el puñal de Bruto era su
puñal y que le hubiera gustado participar en el que había sido el magnicidio
más justo de la historia. Si nos hablaba de Napoleón y su invasión de Rusia se
reía a carcajadas del vanidoso y patético enano, como él calificaba al
emperador

No hay comentarios:
Publicar un comentario