Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

Formación del Espíritu Nacional


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 239

Las clases de Formación del Espíritu Nacional estaban a cargo de un hombre de aire cansino, apacible de ánimo y ronco de fumar, que gastaba un bigote mínimo y un sombrero de fieltro con pluma. Había sido militar en las guerras africanas e impartía las clases sin gana. Nos hablaba de la familia y de los vínculos del afecto y de la sangre, y nos hablaba de la escuela, y dibujaba en la pizarra un yunque y un martillo y decía que la escuela era la fragua donde se forjaba a los hombres del mañana, y nos explicaba los gremios y los santos patronos de cada gremio. Cuando hablaba de la justicia social dibujaba balanzas y cuando nos enseñaba el principio de la autoridad pintaba una corona cruzada por un bastón y una espada, y al explicarnos la lección de las normas y el bien común dibujaba un semáforo, como los que yo había visto junto al mar. Para el trabajo manual un pico y una pala, para el trabajo creativo una bombilla encendida y para el descanso un cine. Le gustaba dibujar. Cuando más disfrutaba era cuando nos hablaba del Caudillo Dictador. Le temblaban los labios bajo el bigote escaso Y se le aclaraba la voz. Una vez incluso llegó a llorar. Una vertiginosa y brillante carrera, nos decía, estratega genial, reconstructor de la patria, impulsor de los españoles hacia ideales sagrados, y nos aburría con las historias, que repetía una y otra vez, de su experiencia como oficial en África a las órdenes del Caudillo. El militar regentaba un estanco en un pueblo cercano por concesión generosa y expresa del Caudillo y venía a impartir las clases los jueves en una vespa azul con un gran parabrisas.


1.593. LA VIDA LENTA / JOSEP PLA


1956

1 enero 

Esta noche, cuando volvía a casa (a las dos) a pie, con una tramontana fortísima en contra, pensaba que, a veces, la vida parece más larga que la eternidad. En la cama (glacial), leo los dos últimos números de Il Borghese, hasta las ocho. Me levanto a las cuatro de la tarde. Hace un día despejado, soleado y lívido —sin viento. ¡Año nuevo, vida nueva! Me paso lo que queda del día en casa, junto al fuego. 

2  enero 

Por la tarde trabajo en Viatge a Catalunya. Mercè me hace compañía junto al fuego. A las siete se levanta otra vez la tramontana. Ceno en Palafrugell, restaurante Reig. Conversación con Martinell y Medir. Vuelta a casa a las dos. Oigo París hasta las cuatro, los resultados electorales franceses. Un desastre comunista y pujadista. En la cama, leo el New Yorker. Me duermo por la mañana.




INCIPIT 1.592. MENTIRAS DE MUJERES / LIUDMILA ULITSKAYA


PRÓLOGO

¿Se puede comparar la gran mentira masculina –estratégica, arquitectónica, tan antigua como la respuesta de Caín– con las encantadoras mentiras de las mujeres en las que no se adivina ninguna intención, buena o mala, ni siquiera un atisbo de aprovechamiento?

He aquí un matrimonio regio, Ulises y Penélope. Su reino, la verdad, no es demasiado grande: una treintena de casas, un pueblo de tamaño mediano. Las cabras en un redil (ni hablar de gallinas, probablemente aún no se habían domesticado), la reina prepara queso y teje alfombras. Perdón, sudarios... Lo cierto es que ella es de buena familia. Su tío es rey y su prima es la mismísima Helena, por quien se desencadenó la guerra más encarnizada de la Antigüedad. Por cierto, Ulises también figuraba entre los pretendientes a la mano de Helena, pero, pícaro él, tras sopesar los pros y los contras se casó no con la más bella de las mujeres, no con la superestrella de moralidad dudosa, sino con Penélope, la buena ama de casa que, hasta la vejez, fastidió a todo el mundo con su ostentosa fidelidad conyugal, pasada ya de moda para la época.


INCIPIT 1.591. EL DIRECTOR / D.KEHLMANN


¿Qué hay de nuevo este domingo?

¿Qué hago en este coche?

Voy sin moverme. Cuando no te mueves, a veces te vuelve la memoria.

Pero no sirve de mucho. Lo único claro es que el conductor fuma. El vehículo está lleno de un humo espeso. Me arden los ojos. Me estoy mareando. El señor tiene el pelo gris, motas de caspa en los hombros. Del espejo retrovisor cuelga una cadenita de perlas con un pequeño crucifijo.

Una cosa detrás de otra. El chófer vino a recogerme, me abrió la puerta, y los demás se quedaron mirando con la boca abierta, el escuálido Franz Krahler, la tonta de la señora Einzinger y también ese otro tipo bajito que nunca me acuerdo de cómo se llama.

Porque, en realidad, en el sanatorio Abendruh son todos los días iguales. Durante el desayuno, se oye la radio, se sale al parque, te duele la espalda, ponen la comida, echas un vistazo al periódico, te enfadas por algo mientras la tele está encendida; algunos la miran, otros duermen, siempre hay alguien que tose como si estuviera a punto de morirse. Luego enseguida se hacen las tres y media, luego sirven la cena y luego estás en la cama sin poder dormir, yendo al baño cada media hora. A veces hay visitas, aunque a ti nunca vienen a verte. A veces se muere alguien y se lo llevan. Eso sí, lo rarísimo es que un coche negro con chófer venga a recoger a uno que sigue vivo.


LAS MUSAS


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 18-19

En el pasillo, sobre unas repisas, había tres candelabro de tres brazos cada uno que le había regalado a mi padre una tía suya que vivía en la ciudad y que había sido enfermera de guerra. Eran de bronce con las figuras de las musas griegas sosteniendo la base de las velas. Mi padre me fue dando cuenta de aquellas diosas, hijas de Zeus, que era el jefe de los dioses, y de Mnemosina, que era la diosa de la memoria, y me hablaba de ellas como si las hubiera conocido en sus tiempos como alférez en la milicia por los montes pirenaicos, y me explicaba con emoción que eran jóvenes ociosas y de muy buen ver que no tenían la responsabilidad de los dioses principales y que llenaban el tiempo en el Olimpo escribiendo, cantando y enamorándose, y me comentaba cada detalle, esta que lleva la corona de laurel se llama Calíope y se ocupa de la belleza, y esta de la trompeta y del libro bajo el brazo es Clío, mi favorita, y es la musa de la historia, y la tercera de este candelabro es Erató, que, como ves, lleva rosas y una cítara, que es un instrumento musical de cuerda, como la lira, y aquella de la flauta es Euterpe y se ocupa de la música, y la de la máscara es Melpómene, la musa de la tragedia, y esta del vestido largo es la más espiritual de todas y se llama Polimnia, y en este otro candelabro está Talía, parece la más joven y graciosa, se ocupa de la comedia, y esta otra es Terpsícore, la musa de la danza y madre de las sirenas, otro día te hablaré de las sirenas, y la última es Urania, lleva un globo terráqueo en las manos como el que yo tengo en la escuela, porque es profesora de físicas y astronomías. Tantas veces me lo contaba que no tardé en memorizar sus nombres y ocupaciones.


Pynchon


Bartebly y compañía, Enrique Vila-Matas, p. 166

Pynchon se graduó en literatura inglcsa en la Universidad de Cornell en 1958 y trabajó como redactor para la Boeing. A partir de ahí, nada de nada. Y ni una foto o, mejor dicho, una de sus años de escuela en la que se ve a un adolescente francamente feo y que no tiene, además, por qué necesariamente ser Pynchon, sino una más que probable cortina de humo.

Cuenta José Antonio Gurpegui una anécdota que hace años le contó su añorado amigo Peter Messent, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Nottingham. Messent hizo su tesis sobre Pynchon y, como es normal, se obsesionó por conocer al escritor que tanto había estudiado. Tras no pocos contratiempos, consiguió una breve entrevista en Nueva York con el deslumbrante autor de Subasta del lote 49. Los años pasaron y cuando Messent se había convertido ya en el prestigioso profesor Messent —autor de un gran libro sobre Hemingway— fue invitado, en Los Ángeles, a una reunión de íntimos con Pynchon. Para su sorpresa, el Pynchon de Los Ángeles no era en absoluto la misma persona con la que él se había entrevistado años antes en Nueva York', pero al igual que aquél conocía perfectamente incluso los detalles más de su obra. Al terminar la reunión, Messent se atrevió a exponer la duplicidad de personajes, a lo que Pynchon, o quien fuere, contesté) sin la menor turbación:

—Entonces usted tendrá que decidir cuál es el verdadero.


Los hombres de la acera de enfrente


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 103

Los más brutos y desalmados le llamaban maricón. Había quien le llamaba gorrión, porque caminaba a pasitos cortos y dando pequeños saltos y a veces movía la cabeza ligeramente para sacudirse las plumas, como hacían los gorriones que bajaban a beber a los pilones. Pocas veces perdía los nervios, porque era de naturaleza apacible, pero cuando se encorajinaba se le atiplaba la voz y se le quedaban las manos suspendidas en el aire. Trabajaba para el Ayuntamiento leyendo por los pueblos los contadores del agua. Aquel hombre, en un pueblo donde no existían las aceras, era para nosotros, simplemente, de la acera de enfrente. Tenía muy buen corazón. Era generoso y educado, nunca respondía a los insultos y no se metía con nadie. Tenía un escarabajo amarillo, que era un coche alemán que llamaba la atención, con los asientos de cuero y un ambientador que olía al jabón de lavarse las manos. A veces nos subíamos con él para que nos diera una vuelta corta. No tenía edad, porque parecía joven y mayor al mismo tiempo. Su madre decía de él en la carnicería que era indeciso y con buenos sentimientos. Me salió presumido y algo poeta, le decía al carnicero, y tiene muy buena mano para la cocina, tendrías que ver cómo prepara la gaIlina en pepitoria, y me coloca los armarios de la ropa que da gusto mirarlos. La mujer del carnicero comentaba, mejor eso a que te hubiera salido putero y sin corazón.

Los hombres de la acera de enfrente tenían que esconder sus sentimientos, porque podían terminar encarcelados por la autoridad. Ser de la acera de enfrente estaba prohibido.


JULIO CESAR


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 266

En el nuevo internado de la ciudad había algunos profesores seglares, Uno de ellos rozaba la demencia. Hablaba solo, gritaba palabras extrañas, se comía las tizas o encendía los cigarrillos al revés, A veces se le extraviaba la mirada y se quedaba inmóvil frente a la ventana que daba al patio), mientras nosotros guardábamos un silencio sepulcral. Luego agarraba su nuez de Adán, como si quisiera reventarla, y explotaba en una carcajada estridente que nos hacía temblar. Cuando fumaba se le abultaba la nuez. Chupaba los cigarros con el ansia de comer. Nos enseñaba las historias del mundo y cada vez que nos refería algún aconteciniento se encolerizaba exageradamente. Si hablaba de Julio César y de su guerra en las Galias calificaba de chapuza sus ataques por sorpresa o guerras relámpago, y nos decía que Julio César era un criminal que trataba a los nativos de las tierras ocupadas peor que a los perros y que los exterminaba como si fueran chinches. Y se iba poco a poco encendiendo en sus expresiones hasta perder el control, y entonces se le abultaba la nuez y se enfrentaba al propio Julio César, al que imaginaba allí mismo, junto a la pizarra, y lo increpaba, y le llamaba flojo, violador, rastrero, conspirador, depravado, sanguinario y traidor, y le decía que se alegraba de su muerte, que el puñal de Bruto era su puñal y que le hubiera gustado participar en el que había sido el magnicidio más justo de la historia. Si nos hablaba de Napoleón y su invasión de Rusia se reía a carcajadas del vanidoso y patético enano, como él calificaba al emperador


EL MALTRATADOR


El desván de las musas dormidas. F. Argüelles, p. 93

A menudo experimento un cierto terror cuando la realidad me golpea con descaro, cuando esa evidencia incuestionable que conforma lo real me desmantela algunas construcciones ideales que fue levantando mi memoria. Entonces me pongo a temblar y siento que algo se me escurre entre los dedos.

Había una mujer que vivía en la cuesta del lavadero y que venía a veces a refugiarse a nuestra casa huyendo de las palizas de su marido. Era muy joven y muy guapa, pero tenía un lunar en la frente del tamaño de un botón de camisa, así que era inevitable fijarse en aquella mancha y distraerse de su belleza. El marido era un animal. Con la misma vara pegaba a su mujer, a sus hijos y a las vacas. Un día su mujer y sus tres hijos desaparecieron. Mi padre habló con un párroco amigo suyo de la ciudad y gestionó el abandono. El maltratador era muy feo, el hombre más feo que habíamos visto jamás, más feo incluso que el quinquillero que vendía de viaje y que era a la vez judío y gallego. En cejas, las orejas y en los huecos de la nariz le brotaba la hierba.


INCCIPIT 1.590. EL MOVIL / JAVIER CERCAS

 


Pero quién soy yo, quién escribe este relato?

La mujer aparca el Alfa-Romeo frente a un edificio en pleno paseo marítimo. Del portaequipajes saca dos bolsas de mano y un bolso de cuero oscuro que se cuelga al hombro. Entra en el edificio.

En el vestíbulo, a la espera del ascensor, hay dos niños en camiseta y bañador: uno lleva una pala y un   rastrillo de plástico; el otro es una gorra de colores vivísimos y unos ojos que escrutan a la mujer mientras el ascensor sube con un leve bordoneo electrónico. La mujer sonríe.

Ya en el piso, deja los paquetes en la mesa del salón y sale a una terraza que se abre sobre el azul del mar. Se apoya con las dos manos en el barandal de piedra rojiza y aspira profundamente el perfume salado del aire de la mañana. Contempla la pureza diáfana y azul del cielo. Frente a ella, la playa es una gruesa banda de arena amarilla que acaricia el bronce de los muslos matinales y las cinturas del verano, y que a la derecha se adelgaza y se convierte a lo lejos en una cinta de tierra de color indistinto, y a la izquierda es la profusa confusión del puertot la superficie de un mar erizado de quillas, mascarones y velámenes, el olor de salmuera y de moluscos, el vuelo aristocrático de las gaviotas; y el denso rumor del agua mordiendo el muelle donde cabecean las barcas.


INCIPIT 1.589. EL DESVAN DE LAS MUSAS DORMIDAS / FULGENCIO ARGUELLES


En la primera casa que recuerdo había una estantería con libros colgando de la pared de la escalera que subía a la sala, y había un corredor de barandas torneadas con geranios  floridos, y también unas cortinas oscuras que separaban, en la planta baja, la cocina del cuarto trastero. Escondido detrás de esas cortinas escuché cómo un forastero venía a solicitar los servicios de mi abuela para que se ocupara, en calidad de interna, del cuidado de su casa y de sus hijos. Era un viudo reciente que necesitaba asistencia inmediata. Mi abuela hacía muchos años que estaba viuda. Cuando mataron a mi abuelo ella sólo tenía veinticinco años. Odié a aquel hombre y deseé su muerte, porque había venido a secuestrar a mi abuela, y durante días estallé en rabietas inexplicables que forzaron a mis padres a llevarme al pediatra, quien diagnosticó insuficiencias de calcio, hierro y algunas vitaminas principales. El calcio era un líquido blanco y espeso que sabía al barro de los charcos, y el hierro venía en ampollas y tenía el mismo olor que el agua que salía de la mina del monte. Para suplir la carencia de vitaminas mi madre me preparaba cada día un zumo de manzana, zanahoria y naranja, aunque no siempre había naranjas, y fue entonces cuando probé el aceite de hígado de bacalao y me sentí tan desgraciado con aquel sabor en la boca que le prometí a mi madre comer todo lo que me pusiera en el plato, incluso las asquerosas habas de mayo, a cambio de no volver a probar aquel líquido del infierno.


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