PERU


Le dedico mi silencio, Vargas Llosa, p. 185

Lo que se refería al Perú ocupaba tres cuartas partes de su libro y estaba -le pareció- bien sintetizado, desde el Imperio inca hasta los dramas políticos de la actualidad. Allí figuraban los periodos de surgimiento y eminencia del Tahuantinsuyo, su decadencia y división por culpa de los hermanos enemigos, Atahualpa y Huáscar, y la llegada de los conquistadores españoles, que lo habían cambiado todo, provocando una rebelión sistemática de los pueblos conquistados por el Incario e imponiendo una capa de seres supuestamente blancos y superiores en el gobierno del Perú desde entonces. Y allí estaba también el maravilloso español -el idioma de Cervantes-, que, despacio se va lejos, había alterado  el destino de los pueblos de América Latina, haciendo que todos se entendieran luego de mil años de encontronazos y contiendas debido a los muchos idiomas y jergas que se hablaban a lo largo y ancho del continente.

Venían después las guerras civiles y el larguísimo bostezo de tres siglos de la vida colonial: allí estaban santa Rosa y san Martín de Porres, todos los santos y las infinitas procesiones, el Tribunal de la Inquisición y la fundación del Virreinato, y de San Marcos, de los conventos y seminarios, de las interminables iglesias, y las luchas entre los propios conquistadores. La colonia terminaba y comenzaba la República con sus golpes militares y sus caudillos, uno tras otro, hasta dejar al Perú convertido en lo que era ahora: un país disminuido y agobiado por las enormes divisiones determinadas por la riqueza y las distancias entre los que hablaban español y quechua, y los demás idiomas regionales, entre los que eran pobres y los que eran más prósperos o hasta ricos y riquísimos (muy pocos, en verdad).


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