PROUST Y LA MUERTE

Sus últimos momentos formaban parte desde hacía tiempo de la leyenda. Guérin había oído hablar de la excéntrica vida que había llevado el escritor: del cuarto revestido de corcho del boulevard Haussmann, del frío helador que reinaba en su habitación de la rue Hamelin, donde los calefactores permanecían apagados para no agravar sus crisis asmáticas, de las vigilias nocturnas para completar la obra en una carrera incesante contra la muerte, esa extranjera que, según Marcel, había tomado por asalto su cerebro, que iba y venía a su antojo y que, por el modo en que se comportaba, le daba a entender cuáles eran sus costumbres. «Una inquilina demasiado impaciente», así la había definido, “que quiere estrechar relaciones conmigo.» «Me asombré cuando vi que no era hermosa'' escribiría en el prefacio a Tendres Stocks, de su amigo Paul Morand. «Siempre había creído que la muerte lo era; de lo contrario, ¿como podría adueñarse de nosotros? Sea como fuere, parece que ahora se ha alejado de mí. No por mucho tiempo, a juzgar por lo que ha dejado tras de sÍ».

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